

Antes de que existiera el horno eléctrico, los moldes de silicón o el azúcar refinada, ya existía el pastel de elote… aunque claro, no se llamaba así.
Imagina esto: una cocina de adobe, un metate y una abuela moliendo maíz fresco recién desgranado. Sin harina, sin levadura, sin tanto show. Solo elote, un poco de manteca y mucha sabiduría. Lo envolvían en hojas de maíz o lo horneaban en ollas de barro. Y aunque hoy le decimos “pastel”, en realidad nació como un platillo humilde y sin pretensiones.
Con el tiempo, el pastel de elote se fue sofisticando. Le metimos azúcar, huevos, mantequilla, leche condensada (¿cómo no?), y hasta queso crema, dependiendo de la zona. El horno sustituyó al comal, y lo que era un antojo de rancho se volvió un clásico en fiestas, panaderías y mesas de todo México.
Pero a pesar de todos los upgrades, el alma sigue siendo la misma: el sabor dulce y terroso del maíz tierno, esa textura húmeda que no sabes si es postre o apapacho. Un bocado que sabe a casa, a pueblo, a lluvia, a sobremesa larga.
¿Por qué decidí hacerlo parte de mi menú?
Porque representa justo lo que me gusta de la cocina: tradición, sencillez y mucho corazón. Cada pastel de elote que vendo es un homenaje a nuestras raíces, a la comida sin pretensiones pero con historia. Y sí, sabe riquísimo.